viernes, 18 de mayo de 2012

"Quina nit, Barcelona" - Bruce Springsteen

Se estaba haciendo esperar. Llevábamos ya 6 horas de cola y ahora esto. Cada movimiento en el escenario era observado con lupa. Cada vez que salía un operario a revisar un micro, ajustar un altavoz... Diez metros nos separaban del escenario. La gente tenía ganas de show y empezaron algunos cánticos. Primero tímidos, luego más generales y sonoros. Pero esto no empezaba y rodillas y espalda ya se quejaban pidiendo descanso...

Cincuenta minutos más tarde de lo esperado, se empieza a escuchar una música un tanto celestial. Uno a uno, van saliendo los miembros de la E street band ante el bullicio de un Estadi Olímpic abarrotado, que rindió ovaciones especiales a Jake Clemons, sobrino del fallecido Clarence, y Steve Van Zandt. Unos segundos después, Bruce Springsteen hace acto de presencia con una sonrisa. Ni vídeos introductorios, ni luces diabólicas, ni fuegos artificiales. Una simple sonrisa. Se planta delante del micro y cierra los ojos un segundo. Luego repite dos veces “Bona nit Barcelona! Bona nit Catalunya!” (¿o dijo Badalona?) dejando unos segundos para que el publico contestara. Y vaya como contestó. Un ruido atronador salió de las gargantas de las más de 50.000 personas allí presentes. Un grito que dejó claro a Bruce y a su banda que no iban a estar solos.

Después de esas cuatro estocadas de Max Weinberg a la batería, Bruce Springsteen empezó con “Badlands”, escupiendo a estas malas tierras y pidiéndoles que nos empezaran a tratar mejor. La piel de gallina.

I wanna find one face 
that ain't looking through me 
I wanna find one place, 
I wanna spit in the face of these ¡badlands!”


“We take care of our own”, “Wrecking ball” y sobre todo, “No surrender”, hicieron que Bruce y público se fusionaran en uno. “Death to my hometown” dio paso a la primera -y necesaria- canción más tranquila. Sirvió para bajar la tensión, que no la emoción, por unos instantes, y a mi para ser consciente de donde me encontraba. Alucinaba. No me lo podía creer. Después de tanto tiempo, allí estaba. Era él. En carne y hueso y a unos pocos metros de distancia. Se me humedecieron los ojos mientras Bruce, acompañado solamente de piano y guitarra acústica, cantaba “My city of ruins” y recordaba por primera vez a su fallecido amigo, 'Big Man' Clarence Clemons. Aprovechó la canción para presentar a su banda. Fue gracioso el momento en que preguntó “Where's my love?”, y el mismo contestó, en catalán: “Está a casa amb els nens i envia amor per Barcelona”.

“Out in the street” fue un grito a la libertad, despertando a los emocionados springteenianos de nuevo. Corrió de lado a lado del escenario sin parar, levantando sus brazos y a toda la grada de sus asientos. Empezó luego una serie de canciones menos conocidas, por lo menos para mi. Quizá fue el único pequeño pero del concierto. “Talk to me”, “Jack of all trades” -preciosa y con dedicación especial al 15M-, la intensa “Youngstown”, “Murder Incorporated”, “Johnny 99” -lejos de la versión del álbum Nebraska- y la sorprendente “You can look, but you better not touch”.

A partir de ahí, y sólo llevábamos poco más de una hora de concierto, espectáculo puro y duro. El clásico “She's the one” se enlazó con “Shackled and Drawn”, donde Springsteen cantó al lado de una mujer negra con una voz increíble. Sonó entonces “Waiting on a sunny day”. Todo el mundo cantaba y bailaba. El Boss, en lo que se está convirtiendo en un clásico de sus conciertos, sacó a una chiquilla de unos 10 años al escenario, le dio el micro y calló al público para dejarla cantar a ella. Lo hizo bien, por cierto. Al acabar, cogió a la niña en brazos y la dejó suavemente y sonriendo con sus padres de nuevo, mientras yo me preguntaba porqué no tenía 10 años... Después se dirigió al público y pidió repetir el estribillo un par de veces, sin música. Sólo nosotros. El Estadi Olímpic rugía como nunca. Se me erizó el pelo, una vez más.

Pero no se quedó aquí y el Boss quiso recordar que no hace falta ser un niño para poder soñar con “The promised land”, donde el joven Jake Clemons tuvo su primer gran sólo de saxo, que cumplió con nota. Springsteen pasó entonces por un pasillo que había entre el público, subiéndose a una pequeña tarima en medio del gentío. Aproveché la ocasión para acercarme al pasillo para intentar tocarlo. Pude sentirlo a poco más de 5 centímetros. Me faltó nada...

Se hizo el silencio. Se hizo la oscuridad. Y de repente, una harmónica. Era “The River”. Probablemente fue el momento más emocionante de la noche. Con lágrimas en los ojos y rodeado de muchas de las personas más importantes de mi vida, canté hasta vaciarme.

Now those memories come back to haunt me,
they haunt me like a curse...
Is a dream a lie if it don't come true
or is it something worse?”


Bruce entendió el momento y dejó unos segundos de respiro. Al rato, se plantó frente al micro de nuevo con un foco que sólo lo iluminaba a él. Empezó a tocar la guitarra, primero suave y poca a poco acelerando el ritmo. Acabó con un brutal sólo de guitarra que dio inicio a “Prove it all night”. Sin tiempo para descansar, nos puso a todos a bailar con “Hungry heart”, dejando, como ya había hecho en otras ocasiones, al público cantar las dos primeras estrofas. Superábamos ya la barrera de las dos horas.

Todos levantamos nuestras manos en “The rising” y creímos, quizá sólo por un momento, que pase lo que pase, siempre podremos volvernos a levantar y seguir luchando. Se volvió a pasar a la acústica -¿cuántas veces se cambió de guitarra?- y empezó a cantar “We're alive” sin más acompañamiento que su instrumento. Más tarde, se añadieron los demás dándole una dimensión diferente a la canción.

Os diría que ya acabo, pero mentiría. Queda lo mejor, seguramente. Antes de hacer su único bis, nos deleitó a todos regalándonos “Thunder road”. Todo el mundo se la sabía y unas voces cada vez más cascadas acompañaron a Bruce y Mary lejos de esa ciudad de perdedores.

Bis, si se le puede llamar así. En nada ya estaba sonando “Rocky ground”, antes de un final apoteósico. La gran sorpresa que nos iba a dejar el Boss tenía nombre y apellido: “Born in the USA”. La gente estaba alucinada, pues era la primera vez que la tocaba en toda la gira. Sonó dura y profunda, como siempre. En ese momento tuve que agachar la cabeza, que me dolía demasiado. Estuve unos treinta segundos con los ojos cerrados, sin decir nada, ya esperando que acabase la canción. Tuve la 'mala suerte' de que la siguiente canción era sinónimo de éxtasis y... ya me dio todo igual. Como un ultra loco canté “Born to run” todo lo fuerte que pude con la poca voz que aún me quedaba.

Someday girl I don't know when
we're gonna get to that place
Where we really want to go 
and we'll walk in the sun
But till then tramps like us
baby we were born to run”


La maravillosa “Bobby Jean” quedó en un segundo plano después de todo aquello. No era de extrañar, claro. Ya sólo quedaban dos canciones... ¡y qué dos! La mujer embarazada que había traído esa graciosa pancarta que ponía 'In my belly, my baby is... dancing in the dark' obtuvo su recompensa. “Dancing in the dark” sonó alegre y divertida. Sonó con el sabor amargo de la despedida, también. Era una fiesta. Una fiesta inigualable...

Se despidió como en todos los conciertos de esta gira, con “Tenth avenue freeze-out”. Después de la genial intro, Springsteen se quedó agarrado con sus manos al palo que sostenía el micro e inclinó su cuerpo hacia atrás. Estuvo así fácilmente 20-30 segundos. Siempre me pregunto qué debe pasarle por la cabeza a ese hombre -aunque parezca que no, creo que es sólo un hombre- en momentos como ese. Esta canción la aprovechaba para hacer un homenaje final a su amigo fallecido hacía unos meses. Ya lo avisó en la tercera estrofa. “This is the important part”, dijo. Y empezó:

“When the change was made uptown
and the Big Man joined the band”

Justo después de eso, debía sonar el saxo de Clarence. En lugar de eso, la E Street Band calló mientras el Boss se quedaba quieto plantado delante de la gente, con el micro apuntando al cielo y los ojos cerrados, y unas emotivas imágenes del saxofonista salían por las pantallas. La gente aplaudió sin parar durante algo más de un minuto, antes de que Bruce decidiera acabar la canción, no sin antes subirse al piano -llevaba el hombre 62 años encima y tres horas y pico de concierto- y bajar de él con una envidiable forma física. La ovación fue sonora y más que merecida.

Tres horas y cuarto de rock del bueno. No sabía donde ponerme. Estaba orgulloso de haber vivido algo así. Feliz. Crecido. En ese momento me di cuenta de que también estaba muerto de cansancio. Llegué a casa y no tardé en meterme en la cama. El día siguiente tenía universidad como tantas otras noches. Pero absolutamente todo había cambiado.

Hoy podría haber ido al segundo concierto, pero no he querido. Lo de ayer fue asombroso, con mi gente y con un setlist irrepetible. Y... ya habrá tiempo para para volver. Este tío... este tío es eterno.

Lo de ayer no tiene nombre. Fue asombroso. Brillante. Genial. 
Gracias, Bruce. Muchas muchas gracias.  

sábado, 7 de abril de 2012

"The hurricane blows, brings the hard rain, when the blue sky breaks, it feels like the world's gonna change..."

No llevaba nada encima, salvo un viejo chándal y unas desgastadas bambas Nike. Ni móvil, ni reproductor de música, ni cartera, ni dinero. Por no llevar, no llevaba ni llaves. Antes de salir a la calle, contempló durante unos largos segundos el exterior. Llovía. Llovía a mares. Sonrió sutilmente mientras abría la puerta.

Una fuerte oleada de viento le dio la bienvenida. Hacía algo de frío, pero era perfectamente soportable -al menos, de momento-. Anduvo durante un largo rato sin rumbo. No le importaba mojarse. Es más, él quería mojarse. Era un tipo peculiar. Sentir la ropa húmeda en contacto con su piel y notar como se le erizaba el pelo era algo que le agradaba. Otra cosa era el frío.

No había demasiada gente en la calle. Todos, eso sí, iban con paraguas y bien abrigados. Al pasar por su lado, algunos le miraban sorprendidos. Y es que poco había tardado en quedarse empapado. De arriba a bajo. Parecía que le habían tirado cubos y cubos de agua encima. Pasó entonces por un oscuro cristal que le servía de espejo y se vio reflejado en él. Se paró y sonrió de nuevo. Y es que en el espejo vio lo que quería ver, que no lo que esperaba. Vestido así, parecía un hombrecillo despreocupado y sin complejos. Soltó incluso una pequeña carcajada. Se vio grande y fuerte. Hasta sexy.

Estaba harto del pesimismo. Sabía que el enemigo más grande era él mismo. Debía volver a confiar. A creer y a sentir. A llorar. Hacía demasiado tiempo que no lloraba. Demasiado. Debía volver a tener fe. A abrazar y besar. A querer y amar. Y sabía que podía hacerlo. Sólo tenía que sacarlo. Sacar aquello que le apretaba el pecho y no le dejaba respirar. Aquello que lo cohibía y turbaba. Aquello que tanto pesaba, sin pesar.

El sonido de un trueno le llevó de nuevo a su realidad. Cada vez llovía más. Vio entonces con sorpresa como un hombre había salido a correr con su perro. Llevaban buen ritmo. De pronto, le entraron enormes ganas de imitarlo. Sin la parte del perro, claro. Nuestro protagonista tuvo que esperar a que se hubiesen ido corredor y animal para empezar a trotar. Manías, supongo. Durante dos minutos, impuso un trote cochinero del que poco tardó en cansarse. Era un ritmo demasiado habitual, demasiado mediocre, demasiado normal. Decidió entonces cambiar de estilo. Después de dos respiraciones profundas, empezó a esprintar. Corrió lo más rápido que pudo. Pasaban los segundos y, lejos de aminorar la marcha, intentó seguir aumentando el ritmo. No había mundo exterior. Oía sin oír el ruido del agua en su pie inundado. Oía su respiración ajetreada. Oía sus latidos desordenados. Estaba él y sólo él. Se le tensaron fuertemente los músculos. No le importaba reventar. Quería reventar. Cada uno de sus músculos estaba en tensión máxima. Sintió incluso dolor. Cuando ya no pudo más, soltó un grito. Un bramido. Un rugido desgarrador. Profundo. Sincero.

Y después... después silencio.

viernes, 10 de febrero de 2012

Pastillas para no soñar.

Cuando estoy desorientado, escribo. No escribo siempre con un objetivo claro. Escribo por gozo, a veces. Otras para pasar el rato. Pero escribo. Y no hoy, escribo siempre que puedo. Tengo, además, una manía extraña. Me gusta escribir tarde por la noche. Casi de madrugada. Hay silencio en casa y en la calle, y sólo escucho el ruido de mis patosos y apresurados dedos aporreando el teclado sin demasiada gracia. Eso, y mi ruido interior. Ese que parece que nunca cese.

Tecleo muy raro, por cierto. Utilizo cuatro dedos de mi mano izquierda -todos menos el meñique- y sólo el índice de la derecha. Creo que mi padre teclea así. Estoy bastante convencido, la verdad. Casi tan convencido estoy de esto, como de que los pocos que estén leyendo esta nueva entrada estarán a nada de cerrar la página y ponerse a hacer algo realmente útil (dormir, por ejemplo). Y la verdad, no les culpo.

Iros todos, de verdad. Hoy escribo lo que me da la gana. Escribo más para mi que para vosotros. Sin estructura, sin pauta. Debería de hacerlo más veces. Os invito, por supuesto, a probarlo. Escribid des del alma. No penséis. Sólo escribid. Si tenéis ganas de hablar de fútbol, hablad de fútbol. Si tenéis ganas de despotricar de algún profesor o de vuestro jefe, hacedlo (no lo publiquéis, que la vais a liar). Si tenéis ganas de hablar de drogas y sexo, sentiros libres. Si tenéis ganas de hablar de elefantes, hablad de ellos. Un buen amigo mío, por cierto, me dijo no hace mucho que son extraordinarios animales. Cada vez estoy más de acuerdo. Además de su gran tamaño y de su graciosa trompa -me encanta su trompa- son enormemente inteligentes. También os invito a leer cosas sobre ellos, por supuesto. Hoy os invitaría incluso a una copa. O un mojito. ¡Bufff! Lo que daría por un mojito...

Siempre he sido correcto y soy consciente de que aunque me quiera hacer el loco ahora, siempre voy a seguir siéndolo. Es más, siempre voy a intentar seguir siéndolo. Yo soy así. No es ni bueno ni malo. Es así.

Mañana me marcho de viaje con dos personas fundamentales en mi vida. Berlín es el destino. Y va a hacer frío, mucho frío. Pero me muero de ganas. Literalmente. Tengo ganas de helarme. De congelarme. De refrescar ese enorme cabezón que siempre suele reposar sobre mi imprescindible cuello (fijaros que 'siempre suele' es una inmensa contradicción). Con un poco de suerte, menos 15 grados serán suficiente para hacerlo. Y si no, la compañía hará el resto.

Y me despido ya, pues no es mi intención molestaros, no sin antes volveros a aconsejar algo que creo que sería necesario que hagáis: leed sobre elefantes.

Sed felices y... Auf Wierdersehen,