martes, 4 de octubre de 2011

Una vuelta con Bob Dylan.

Empecé con lo que se estaba convirtiendo en un ritual. Me puse mis pantalones blancos de deporte y mi camiseta del Valencia que tantas veces me había acompañado. Bebí medio vaso de agua y me ajuste las bambas. Sólo faltaba un detalle antes de salir. Un detalle importante. Exploré con la mirada rápidamente los 'artistas' de mi iPod en busca de una especie de mentor que le apeteciera acompañarme. Necesitaba aire nuevo, nuevos puntos de vista. Y por eso escogí a Dylan. Poco tardé en percatarme de mi acierto.

Salí, pues, y puse rumbo a Diagonal Mar. Me notaba cansado. Cada paso se me hacía más duro que el anterior. Mi cuerpo pesaba. Notaba, incluso, algo de dolor en las rodillas y la espalda. Y hacía bastante calor. Concentrado en intentar aliviar mis molestias físicas dando pasos firmes y seguros, me despisté. Me despisté casi tanto como una chiquilla que se me cruzó revoloteando. Pude esquivarla en el último momento y volví la mirada, sin parar la marcha, con cierto susto en el cuerpo. Pude ver a la niña despreocupada y sonriente, dando señales inequívocas de felicidad hacia lo que parecían su hermano y su padre. Lo que podría haberse convertido en un desafortunado incidente, no hizo otra cosa que despertarme y de alguna manera, me animó. Para aquel entonces, la harmónica de Dylan sonaba triste, pero penetrante.

Llegué al Fórum y lo rodeé para seguir por el paseo de la playa, que tenía un maravilloso aspecto. Transmitía tranquilidad. Una calma deseada. No había casi rastros del sol y empezaba a oscurecer. “It's not dark yet, but it's getting there”. Me percaté de que estaba mejor. Mis preocupaciones se habían soltado. En lugar de estar rígidas en un sitio fijo de mi cabeza, todo empezaba a fluir. Todo empezaba a tener una importancia relativa. Notaba mis piernas aligeradas y mi espalda había dejado de doler. Había bastante gente en la playa, pero para nada era agobiante. Me fijé entonces en una pareja de ancianos que miraban, sentados en un banco, la puesta de sol. Me pareció ver que se daban de la mano. No se explicar muy bien por qué razón esa escena me alegró y me levantó el ánimo. No iba rápido y empezaba a disfrutar con cada una de mis zancadas. Seguía pensando en la pareja de ancianos, cuando mi buen -e irónico- amigo Bob no se le ocurría cantar otra cosa que “Forever young”. Sonreí. Sonreí durante unos largos segundos.

Las torres Mapfre se alzaban frente a mi, poderosas. Tuve entonces que pararme en un semáforo en rojo. Un niño me estaba señalando. Su padre le dijo que esa era la camiseta del Valencia y le recriminó el hecho de que me señalara. Estaba para aquél entonces de buen humor y, bajando el volumen de la música, le aseguré con una sonrisa que “es el mejor equipo del mundo”. Después de un momento de incertidumbre, me contestó, probablemente con algo de miedo, que él era del Barça. Le dije sin dejar de sonreír que también estaba bien, y que lo más importante era ser respetuoso y querer a las personas. Tal cual. Creo que dejé alucinando al padre mientras el chaval simplemente asentía. Se puso en verde, me despedí con el brazo de padre e hijo, subí el volumen de la música y reanudé la marcha.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no había estado pensando en “mis cosas” y en “mis problemas” des de que había salido de casa. Habían pasado simplemente demasiadas cosas en poco tiempo. Demasiados cambios que a veces cuestan digerir. Dylan me volvió a leer la mente (estuvo espléndido todo 'el viaje', como ya avisé al principio) y con su voz ronca trataba de tranquilizarme:

“[...] For the loser now,
will be later to win,
for the times they are a-changin' [...]”

Me acordé entonces de otro gran poeta musical, don Joaquín Sabina, que dijo: “Una buena canción es un buen texto, una bella melodía, un buen arreglo, una hermosa hermosa interpretación y algo más, que nadie sabe lo que es y es lo único que importa.” En ese momento la entendí más que nunca. Tenía mucho sentido.

Había anochecido y daba ya mis últimos pasos en mi vuelta a casa. Mis problemas seguían allí, pero había cambiado radicalmente -por lo menos, en aquel momento- la forma de afrontarlos. Dejé de pensar que era desafortunado. No quise creer tampoco en la mala suerte. Eso no existe. No tenía respuestas, pero todo había cambiado. Además, ya saben, amigos míos, que la respuesta... la respuesta sólo la sabe el viento.