sábado, 7 de abril de 2012

"The hurricane blows, brings the hard rain, when the blue sky breaks, it feels like the world's gonna change..."

No llevaba nada encima, salvo un viejo chándal y unas desgastadas bambas Nike. Ni móvil, ni reproductor de música, ni cartera, ni dinero. Por no llevar, no llevaba ni llaves. Antes de salir a la calle, contempló durante unos largos segundos el exterior. Llovía. Llovía a mares. Sonrió sutilmente mientras abría la puerta.

Una fuerte oleada de viento le dio la bienvenida. Hacía algo de frío, pero era perfectamente soportable -al menos, de momento-. Anduvo durante un largo rato sin rumbo. No le importaba mojarse. Es más, él quería mojarse. Era un tipo peculiar. Sentir la ropa húmeda en contacto con su piel y notar como se le erizaba el pelo era algo que le agradaba. Otra cosa era el frío.

No había demasiada gente en la calle. Todos, eso sí, iban con paraguas y bien abrigados. Al pasar por su lado, algunos le miraban sorprendidos. Y es que poco había tardado en quedarse empapado. De arriba a bajo. Parecía que le habían tirado cubos y cubos de agua encima. Pasó entonces por un oscuro cristal que le servía de espejo y se vio reflejado en él. Se paró y sonrió de nuevo. Y es que en el espejo vio lo que quería ver, que no lo que esperaba. Vestido así, parecía un hombrecillo despreocupado y sin complejos. Soltó incluso una pequeña carcajada. Se vio grande y fuerte. Hasta sexy.

Estaba harto del pesimismo. Sabía que el enemigo más grande era él mismo. Debía volver a confiar. A creer y a sentir. A llorar. Hacía demasiado tiempo que no lloraba. Demasiado. Debía volver a tener fe. A abrazar y besar. A querer y amar. Y sabía que podía hacerlo. Sólo tenía que sacarlo. Sacar aquello que le apretaba el pecho y no le dejaba respirar. Aquello que lo cohibía y turbaba. Aquello que tanto pesaba, sin pesar.

El sonido de un trueno le llevó de nuevo a su realidad. Cada vez llovía más. Vio entonces con sorpresa como un hombre había salido a correr con su perro. Llevaban buen ritmo. De pronto, le entraron enormes ganas de imitarlo. Sin la parte del perro, claro. Nuestro protagonista tuvo que esperar a que se hubiesen ido corredor y animal para empezar a trotar. Manías, supongo. Durante dos minutos, impuso un trote cochinero del que poco tardó en cansarse. Era un ritmo demasiado habitual, demasiado mediocre, demasiado normal. Decidió entonces cambiar de estilo. Después de dos respiraciones profundas, empezó a esprintar. Corrió lo más rápido que pudo. Pasaban los segundos y, lejos de aminorar la marcha, intentó seguir aumentando el ritmo. No había mundo exterior. Oía sin oír el ruido del agua en su pie inundado. Oía su respiración ajetreada. Oía sus latidos desordenados. Estaba él y sólo él. Se le tensaron fuertemente los músculos. No le importaba reventar. Quería reventar. Cada uno de sus músculos estaba en tensión máxima. Sintió incluso dolor. Cuando ya no pudo más, soltó un grito. Un bramido. Un rugido desgarrador. Profundo. Sincero.

Y después... después silencio.